¿Tecnologías maternas?
Os dejamos la ponencia de Juan Liaño para el pasado Encuentro Profesional sobre Adolescencia, titulada "¿Tecnologías maternas?"
Al tratar de concretar algo sobre la adolescencia, nada de lo que pensaba me servía si no partía del análisis de lo fundamental. Porque la adolescencia tiene eso, que es radical en sus planteamientos, en sus preguntas, en sus conflictos, en sus pasiones, en sus encuentros y desencuentros. Podría decirse que nada en la adolescencia es si no es definitivo, total, absoluto, ya sea para hacer, pensar o sentir, incluso para aburrirse y abandonarse.
Los adolescentes son en esencia filósofos, no sólo porque rondan con sus ideas y actitudes las cuestiones fundamentales que conciernen a todos, sino porque consiguen que se las cuestionen los que transitan junto a ellos. Nada ni nadie sale indemne de su lado, nadie, ni siquiera la vida, con la que juegan en muchas ocasiones hasta empujarla al límite del abismo.
Los adolescentes son dos adolescentes: uno en casa de los padres, otro en la calle. El que vive en casa de los padres no habla, y si lo hace, gruñe cuando deja verse. De noche, con las luces apagadas, un tenue resplandor azulado en la habitación avisa de su condición noctámbula. El desorden de cosas y horarios, la suciedad, el olor a tabaco o a hierba despiertan en los padres los peores augurios. Para muchos, son un caso perdido, una fuente de amenaza, de inseguridad, de temor, de angustia… Un terrible dolor de cabeza que no ha hecho más que dar la cara.
El tenue resplandor azulado de la pantalla. Tras esta imagen aparece otra, la de papá y mamá más allá de la puerta. A pesar de las soledades que describen, el otro para los tres está muy presente; no sólo el otro tras el muro, sino el otro que hay dentro de cada uno, el otro dormido que despierta y tinta con las tonalidades de la incertidumbre y el desconocimiento la paz y el descanso soñados.
La casa de la cabeza de nuevo patas arriba, y el imperativo de responder al compromiso con la vida como una exigencia inapelable.
Quedémonos con estos términos, incertidumbre, desconocimiento y compromiso, componentes esenciales del combustible del motor de la vida, el deseo…
Quiero hablar del deseo por ser el fundamento de la vida y porque el alineamiento de los componentes que lo constituyen es radicalmente alterado por las tecnologías actuales. Pareciera como si estas estuvieran diseñadas para deconstruir al sujeto y reducirlo a objeto de uso y consumo. ¿Es esto cierto? Dejo la pregunta en el aire. Me limitaré a aportar algunos elementos para la reflexión.
El deseo plantea una ecuación irresoluble pero necesaria. Lo sostiene, reformulándola continuamente, la familia: los bisabuelos, los abuelos, papá, mamá, los hijos, los nietos. Todos ellos tienen la misma misión: que no se extinga la llama del deseo, que este circule de unos a otros, generación tras generación.
¿Por qué el deseo es irresoluble? Por definición, tiene que serlo; otra cosa son los pequeños anhelos que lo alimentan. Pues bien, esto irresoluble es el nexo que reúne a tatarabuelos y tataranietos en la línea de la filogénesis, las pequeñas historias que circulan entre sus miembros hacen de argamasa y la novela familiar que cada uno se construye habla del modo en que se enganchan a la cadena y tiran del carro, habla del modo en que cada cual gestiona y resuelve la deuda simbólica que hereda y transmite.
Se trata de esto, de una apuesta por algo que en principio no tiene pies ni cabeza, la vida, por más evidente que pueda parecernos. Durante un largo tiempo, nuestros predecesores formaron parte de la cadena trófica, unas veces como depredadores, otras como presas; en cualquier caso, como seres fuera del sentido, sin más pasado ni más futuro que el presente del instante.
Después, aparecimos nosotros, unos seres caprichosos, nada dispuestos a jugar el juego que propone el ciclo de la vida. Si en aquel tiempo mítico el hambre y la sexualidad tenían en nuestro predecesor objeto y fin, algo ocurrió para que ambos se desconectaran de su naturaleza. Lo que vino a trastocar el orden natural de las cosas, a perturbarlo, a pervertirlo, fue eso que no paramos de nombrar: el deseo.
Por ejemplo: el bebé gacela nace, trastabilla un poco y se dirige a las ubres de mamá; está escrito genéticamente. El bebé humano, el más incompetente de los incompetentes, se agita y llora, hasta que aparece mamá con toda su potencia, que es enorme si tenemos en cuenta que de ella depende su vida. El bebé no sabe esto pero recibe su influjo y por ello se acopla incondicionalmente a mamá.
Si fuéramos bebés, querríamos estar todo el rato enganchado a la teta de mamá; de este modo, no padeceríamos dolor, ni nada que pudiera parecerse a la ausencia, a la falta, a la frustración, a la espera. Pero mamá también tiene sus propias necesidades, tiene cosas que hacer y no está ahí todo el rato para el bebé.
La ausencia, la falta, la frustración, la espera… Entre la necesidad y su satisfacción se abre un espacio, se cuela un tiempo en el que el bebé sufre el dolor de la tensión y de la falta. Es un tiempo necesario para luego sobrevivir, ya que en ese paréntesis de dolor es posible recrear algo propio. Si mamá no está todo el rato, ¿qué ocurre con la necesidad que apremia?... Qué importante es el tiempo de la espera y qué importante son las palabras que interpone mamá, palabras que nombran la tensión del bebé mientras resuelve. Los arrumacos, las palabras de amor o desconsuelo se cuelan entre la necesidad y su satisfacción. Comer, antes o después, deja de ser relevante para el niño, ya que lo que de verdad lo alimenta no son el bibi o las lentejas sino las palabras de mamá y su mirada atenta, una y mil veces buscadas.
Los procesos se instauran a espaldas del niño. Siempre funcionan así. De ellos tenemos constancia, por ejemplo, en la mirada que le reclama de forma insistente a mamá mientras juega en el parque, o en el juego del escondite, donde lo que importa no es esconderse sino conjurar la amenaza de desaparición de mamá, que se hace continuamente presente canturreando a cada poco “dónde está mi niño”, y, ¡por supuesto!, el abrazo ansiado, metáfora de la fusión y expresión del control.
No hablamos de un control de corte paranoide, aunque sí esté en su origen. Hablamos de otro tipo de control, un control que permite tomar distancia para procesar la amenaza, para tolerar la frustración, para admitir la falta y sostener la espera. Lo que está en juego es del orden de la subjetividad y para ello es muy importante el símbolo.
Del registro imaginario al simbólico. Antes de ser puro significante, el símbolo permanece ligado a un objeto. Este objeto representa otra cosa, materializa un desplazamiento y una ausencia, la de mamá, y esto importa sobremanera ya que este desplazamiento le permite conjurar sus temores a través del juego. Al hacer aparecer al objeto que la representa cada vez que lo hace desaparecer a voluntad, apacigua la angustia ante la amenaza imaginaria que supone tomar conciencia de no serlo todo para ella; o sea, la amenaza de la propia aniquilación.
Dejemos pasar el tiempo, dejemos al bebé crecer hasta hacerse adolescente. Ahí lo tenemos, habitualmente enredado con el móvil, la tablet, el ordenador… solo y cibernéticamente acompañado en su habitación.
Es verdad que las tecnologías forman parte de lo cotidiano, sin embargo, en los adolescentes su uso adquiere un matiz particular al haberlas mamado desde la cuna igual que se mama la lengua materna. Esta diferencia es muy importante ya que introduce un sesgo fundamental a la hora de pensar los fenómenos actuales.
Una pregunta de fondo sostiene esta reflexión: si la lengua materna determina la estructura y funcionamiento del aparato psíquico, la inmersión desde la cuna en las nuevas tecnologías, ¿en qué sentido lo condiciona y determina?
Está claro que las referencias y los parámetros generacionales se vuelven caducos al poco que corra el tiempo, y que esta caducidad cada vez se produce en un intervalo de tiempo menor. Nunca antes se tuvo la impresión de que lo que hay no es sino un anticipo de lo que está por venir. Lo último de lo último ya nace obsoleto. La evanescencia define este permanente devenir hasta el punto de que el espacio posible para las vanguardias queda marcado como un no-lugar. ¿Cómo lidian los padres con esta inestabilidad y volatilidad, que les alcanza de viejunos o con el paso cambiado?
Los avances tecnológicos determinan una relación diferente con los elementos que intervienen en el desarrollo del bebé, en la construcción de la subjetividad y de la identidad. ¿Recordáis? Nos referíamos a la falta, a la frustración, a la espera. Introducimos ahora otros dos; la imagen y mamá o, en su defecto, el otro. No perdamos de vista estos elementos, ya que, según sean gestionados, el niño, luego adolescente, podrá o no hacer metáfora, crear una ficción, un relato posible sobre la existencia, sobre la vida y la muerte.
Bien. Veamos qué hacen las tecnologías con estos elementos. Desde la carta en papel al WhatsApp, pasando por la telefonía fija a la móvil, las videollamadas, Skype, Facebook, Istagram, correo electrónico y demás medios, las cosas han cambiado mucho, tanto que han permitido la ilusión de reducir el espacio y el tiempo hasta el extremo de la superposición. El tiempo de la espera ha sido el principal damnificado por esta revolución tecnológica y, consecuentemente, la dinámica del deseo…
La interconexión ha dado un vuelco exponencial al binomio estructural yo-otro. El otro se convierte, gracias a ella, en una prolongación del yo, en una de sus funciones, como si se tratara de un órgano más. El móvil en la mano, por ejemplo, se convierte así en uno más de sus hilos conductores.
La exagerada expresión imaginaria que adquiere el otro con las aplicaciones tecnológicas determina al sujeto y modifica su estatus. Y lo determina hasta el punto de transformar en una obligación su uso. “Si no estás en la red, no eres nadie”, parecen reclamar. Esto se asume por definición. Pero esta apuesta por la visibilidad, que no es nueva, adquiere un carácter peculiar, ya que importa menos la calidad de los contactos que el número de los mismos. Aunque el otro está, la mirada sobre él se diluye, hace desaparecer al sujeto que hay detrás al descentrar el foco de atención del individuo y desviarlo hacia los dígitos que muestran el número de visitas (supuestos amigos) que han ojeado, por ejemplo, su facebook. El contacto con el otro se reduce entonces a la expresión extrema de la necesidad de objetivar de forma cuantitativa la propia existencia. El discurso es desbancado por la serie numérica.
Del mismo modo, la experiencia pierde el valor subjetivo en favor de la exposición pública; si es en vivo y en directo, mejor. No se trata de comunicar lo que se hace, sino de hacerlo para mostrarlo, de tal modo que la exposición (vídeos, selfies) adquiere especial relevancia, determinando, condicionando la experiencia. Cierto es que el relato forma parte de lo que se hace. La cuestión que se plantea es el lugar que ocupa en el tiempo. Cuando los medios técnicos no lo permitían, el relato venía después. Aunque el afán por hacer para epatar a los envidiosos siempre ha existido, antes sólo era posible a la vuelta. Lo que ocurre actualmente es la superposición del relato y la experiencia, de tal modo que el tiempo de la espera desaparece. Dicho de otro modo, el espacio de la intimidad, en el que se sostiene la condición subjetiva de alteridad frente a los otros, se diluye en la exposición pública, colocándose el individuo en la posición de objeto de consumo.
Lo íntimo expuesto a través de la ventana de la pantalla, los intercambios a dos expuestos sobre el tapete del grupo a través de WhatsApp, Facebook…. Gran hermano a gran escala en las redes. Nietzsche ya lo anticipó en Así habló Zarathustra al hablar de Dios, ese “que miraba con ojos que lo veían todo […]. Este supercurioso, ese absoluto indiscreto […]" al que tenía que matar.
Pobre Nietzsche. Si levantara la cabeza y viera cómo el Dios del que hablaba no sólo no ha muerto sino que pervive transformado en un amo al que nadie discute, con el que se transige, al que se le entrega lo que sea y ya. Este Dios que ha bajado a la tierra tiene por sobrenombre Big Data.
Ver y mirar no es lo mismo. Una cosa es la función sensible y otra distinta lo que de la función recorta la mirada. Llegados a este punto, destaco otro fenómeno: la pornografía en las redes a través de videos caseros y el acceso a estos vídeos desde edades muy tempranas. Estos vídeos abundan en la exposición del individuo hasta reducirlo a la condición de objeto de uso. Recordemos a propósito las palabras de Alan Didier-Weill: el sujeto es efecto de un corte metafórico sobre el cuerpo, sobre la imagen y sobre el discurso. En este triple barramiento se funda el incógnito que lo constituye. "Al levantarse el velo de este incógnito surge lo corporal en su dimensión de materia constreñida por la ley de la gravedad, informe y caótica: el espectro".
El cuerpo desnudado, desanudado, alcanza máxima expresión en el abuso y su exposición a través de las redes. Una cosa es crear una ficción escabrosa con efectos verosímiles y otra actuar en vivo y directo aquello que la ficción propone y exhibirlo con el móvil. Lo que tiempo atrás se reducía al ámbito privado, apareciendo en los periódicos como crónicas de sucesos, ahora se exhibe. Violaciones y palizas grabadas por los móviles atraen la mirada de muchos internautas, se hacen virales en pocos minutos. Lo insoportable se convierte en top trending a la velocidad de la luz, transforma lo abyecto en espectáculo. No hablamos de espectadores pasivos, bombardeados por imágenes y audios de la cadena o dial afines a sus preferencias; hablamos de espectadores activos que buscan imágenes, las descargan y difunden a pesar del horror que muestran… ¿Si, seguro que es a pesar del horror que muestran? ¿No será que el interés que suscitan estas imágenes sea debido al magnetismo que ejerce ese mismo horror sobre el lado oscuro que forma parte actuada, negada, reprimida de lo que somos?
Lacan habla de un «otro» pequeñito, instancia imaginaria del yo que se sostiene en la relación con los otros yoes en el espacio común del sobreentendido, de la comprensión, el espacio de la identificación, de la imagen especular. En las experiencias descritas, este otro está permanentemente presente en un afán casi delirante por ocupar el vacío característico de la condición de sujeto para el deseo, que requiere de la falta y de la espera. El magnetismo de la condición primaria de objeto de goce, que se sostiene en la indiferenciación bebé-mamá, revierte el proceso, aunque lo que encuentra ya no coincide con lo que perdió. Esta búsqueda permanente de la presencia del otro como testigo y soporte de la propia experiencia recuerda a lo que le ocurre al niño cuando reclama insistentemente la mirada de mamá mientras juega en el parque. El niño no juega para la madre, no se trata de eso, se trata -¿recordáis?- de conjurar la amenaza de aniquilamiento.
La mirada organiza el campo imaginario; la mirada de mamá que reconoce en la imagen a su niño, que lo reconoce al cubrirlo con el manto simbólico del nombre propio y recoger en un abrazo sus cachitos. La superposición de ambos, imagen y mirada, recrean la fascinación del ideal, del yo ideal, prototipo del narcisismo, que habrá de devenir en el ideal del yo, lugar de las identificaciones.
Señalábamos al inicio de esta exposición cómo los medios técnicos actuales reducen el tiempo de la espera, tiempo que sostiene el deseo, hasta el extremo de la superposición. Me pregunto si esta sobredeterminación tecnológica sobre la dupla yo-otro no hace sino alimentar cierta vuelta del ideal del yo al yo ideal, promocionando los aspectos más narcisistas y generando la necesidad permanente de recurrir a la mirada de un otro supuesto, que engloba a otros muchos, la mayoría anónimos, al que se coloca en el lugar que ocupaba la mirada de mamá, para refrendar a través de ella la fantasía de la identidad lograda.
Hablamos de cierta vuelta del ideal del yo al yo ideal, no de regresión. Nos preguntamos en qué medida esta vuelta cuestiona las bases, las referencias en las que, hasta el momento, se ha sostenido estructuralmente la emergencia del sujeto. En páginas precedentes decíamos que las tecnologías actuales parecen actuar decostruyendo los cimientos de las viejas referencias