JUNTOS EN SOLEDAD: la anomalía pandémica
Margarita Moreno Muela
Esta inesperada situación de pandemia que vivimos desde hace más de un año no ha dejado a nadie indiferente. Nos pilló por sorpresa y nos hemos visto sobrepasados por sus consecuencias.
Quizás sea pronto para saber cuál será el alcance de sus efectos en nuestra vida. No obstante, ya han empezado a saltar las alarmas sobre su repercusión en la salud mental de la población.
Uno de los parámetros que ha determinado el incremento de trastornos relacionados con la salud mental, vinculado al hecho de haber tenido que enfrentar una realidad desconocida en una situación excepcional, ha sido el aislamiento. Al no poder encontrarnos con los otros para compartir nuestras experiencias, inquietudes y temores, los efectos desestabilizadores de la incertidumbre respecto al futuro se incrementaron.
Esta incertidumbre viene marcada por el riesgo, intrínseco a la pandemia, de enfermar y por su incidencia en nuestros proyectos, muchos de los cuales han quedado detenidos y algunos con la perspectiva de no poder retomarlos.
Muchos son los que sufren las secuelas de haber padecido la enfermedad, también los que han perdido a personas queridas durante este periodo y se encuentran tramitando duelos muy complejos, dificultados por la imposibilidad de acompañarlos durante la enfermedad y despedirse de ellos.
Como seres sociales que somos, hemos recurrido al uso, incluso al abuso, de las nuevas tecnologías y las redes sociales para paliar el aislamiento e indefensión sufrida como consecuencia de la supresión de los espacios de encuentro con los demás. Estos medios nos permitieron conectar, hablarnos, saber los unos de los otros, trabajar a distancia, etc., sin embargo, el fenómeno COVID, lejos de ser algo pasajero, se está prolongando en el tiempo, haciendo que cale más profundamente la sensación de soledad y que se afiance el temor a la enfermedad y la muerte. O su negación, como sucede con las fiestas y encuentros de los jóvenes….
Si bien la muerte es un hecho real e ineludible, sabemos que cuando se hace presente sin tapujos, de forma inesperada y fuera del control, tiene enormes efectos en el psiquismo.
No sabemos sobre la muerte. Los rituales funerarios permiten compartir la muerte ajena y dotarla de algún modo de representación, pero la propia muerte no podemos representárnosla, no hay inscripción de ella en el inconsciente. La muerte real solo podemos representárnosla como temor al abandono o como amenaza de castración (Freud).
Enfrentarse a lo real de la muerte siempre provoca un sentimiento de indefensión, una sensación de falta de recursos, ya que pone en cuestión las referencias imaginarias y simbólicas con las que la manteníamos velada.
Tradicionalmente ha sido la religión quien ha ofrecido un sentido universal frente a este real de la muerte, una esperanza de resurrección. Nos lo recordaba en un artículo periodístico José Ubieto: «todos necesitamos creer –y confiar– en algo y en alguien que dé sentido a nuestras vidas. Las sociedades necesitan esperanza. Por eso, Lacan señalaba que todos somos religiosos, incluso los ateos. La religión (cualquiera de ellas) es la gran máquina productora de sentido (su propio etimología lo indica re-ligare), de ahí su permanencia».
En el último siglo, al menos para los ciudadanos del mundo desarrollado, la ciencia se convirtió en un dios laico. A través del progreso científico se engendró la creencia en la posibilidad de prolongar la vida y mantener una situación de bienestar hasta el final de nuestros días. La ciencia, lejos de curar la creencia religiosa, se convirtió en un vector de ella, ofreciendo la garantía de un saber válido para todos frente a lo real de la vida y de la muerte.
En estos momentos, las respuestas que la ciencia puede ofrecer frente al COVID son muy limitadas. Ante esta situación aparece de modo descarnado que aunque la existencia nos viene dada, requiere también un continuo trabajo de construcción por el hecho de ser seres de lenguaje. El sentido de la vida es particular para cada sujeto. Es una ficción necesaria. Cuando hacemos referencia a la ficción, no la entendemos aquí como un adorno ni como un producto cultural, sino como un instrumento que permite sostener la metáfora del sujeto a partir de su inclusión en una historia.
Al pensar estas cuestiones, encontramos posibles puntos de confluencia entre la crisis social que vivimos y la crisis de la adolescencia. En ambos casos se pone de manifiesto que no hay conocimiento infalible y que estamos más desprotegidos de lo que pensábamos.
Ray Bradbury en su novela El vino del estío describe a través de su protagonista, Douglas, un chico de 13 años, el impacto que produce la conciencia de ser mortal en un adolescente, todo un revulsivo para la mente infantil, ya que dejan de existir los adultos que pueden responder allí por el sujeto. No hay ninguna autoridad que garantice una respuesta salvadora, cada cual ha de encontrar la suya. El adolescente se topa en ese momento con la falibilidad de sus padres y los adultos que le rodean.
Paradójicamente, no podemos realmente estar vivos sin la consciencia de la muerte. Douglas, frente a este real, enferma y está punto de morir. Nada parece servir para curarle. Finalmente es un trapero, Jonás, el que lo conseguirá. Jonás el trapero pasaba por el pueblo de vez en cuando y dejaba que los niños se llevaran cualquier objeto de su carro si primero se preguntaban: « ¿Lo deseo de corazón?, ¿puedo vivir sin ello?». Jonás curó al joven haciéndole aspirar de una botella olores de fruta, hierbas, ríos, viento, niebla de algodón…
Douglas decidió vivir cuando olió estos aromas. Algo de la metáfora del sujeto pudo producirse a partir de esta intervención del trapero Jonás, por la que el joven fue rescatado del dejarse morir al que se había abandonado. Cuando sale de ese estado, Douglas dirá «¡estoy vivo!… ¡Nunca lo supe, y si lo supe no recuerdo».[1]
La adolescencia es una etapa de la vida en la que los dioses, los ideales construidos, son cuestionados, tal como sucede en el momento social actual. En el caso del adolescente, esto suele servirle de acicate para buscar nuevas identificaciones, tanto con otros iguales como con otros adultos. Encontrar respuestas propias a las preguntas sobre la vida, el amor, el sexo y la muerte requiere un movimiento hacia la exogamia.
¿Ha incidido la situación de pandemia en este proceso de los adolescentes?
Aunque no podamos generalizar, entendemos que sí, si bien la repercusión para cada chico o chica dependerá del modo en que haya podido incluir la nueva situación en su realidad, teniendo en cuenta que la realidad siempre está en construcción y que la manera de percibirla esta mediatizada por la relación que el joven establece con un discurso que le antecede, que marca su existencia, según el lugar que ocupa en relación al deseo de sus padres. Los padres son ese gran Otro encargado de la transmisión del deseo de una generación a otra, siendo esta la esencia de la filiación, eje sobre el que se organiza la subjetividad humana.
Winnicott, que fue uno de los psicoanalistas que mejor supo escuchar a los adolescentes en crisis, nos recuerda que el crecimiento de un sujeto no es una simple tendencia heredada, sino que es el resultado de una compleja interacción con un ambiente facilitador. Y en el caso de la adolescencia, «si todavía se puede usar a la familia, se la usa, y mucho; y si ya no es posible hacerlo, ni dejarla a un lado (utilización negativa), es preciso que existan pequeñas unidades sociales que contengan el proceso de crecimiento adolescente»[2].
Una de las dificultades que ha generado para algunos adolescentes la situación de pandemia ha sido precisamente no poder servirse de su familia, ni positiva ni negativamente, y la limitación o inexistencia de apoyos en instituciones y lugares sociales productores de subjetividad.
Al preguntar a algunos docentes de secundaria por la valoración del impacto en la comunidad educativa de la suspensión de clases presenciales y por las limitaciones impuestas a la presencia y el contacto en el curso escolar pasado y el actual, coinciden en afirmar que ha supuesto una sobrecarga de trabajo para los equipos docentes, pues han tenido que individualizar la atención a los jóvenes e incrementar el contacto con las familias. Salvo excepciones, el rendimiento escolar ha bajado. Sin embargo, para muchos profesores, lo especialmente preocupante ha sido la situación de desatención en la que quedaban los alumnos que carecían de una familia capaz de realizar esta función “facilitadora” de la que hablaba Winnicott.
La vulnerabilidad de los jóvenes con carencia de recursos económicos se incrementó, ya que, al no disponer de conexión a internet o a cualquier otro dispositivo adecuado para la comunicación a distancia, realizar su seguimiento se convirtió en una tarea casi imposible.
A esta vulnerabilidad se añade el hecho de que la malla social en la que apoyaban su proceso de independencia apareciera repentinamente desgarrada por la pandemia. No olvidemos que en este momento la institución escolar resultó ser el único referente de apoyo para los adolescentes y, en el mejor de los casos, también para sus familias.
Una compañera que trabaja en un Equipo de Tratamiento Familiar en la Comunidad de Madrid me comentó que durante el último año se había registrado un importante incremento de las demandas de tutela a la Administración por parte de familias que se sintieron desbordadas frente a la situación de sus hijos adolescentes.
En otras familias este impacto en el joven y en el clima familiar se intenta resolver con una demanda de atención terapéutica.
¿Cómo hemos percibido este impacto en los adolescentes que atendemos en las consultas?
Con frecuencia hemos visto que el sentimiento de soledad que ha conllevado el aislamiento ha dejado una sensación de vacío, de angustia y decaimiento.
La pandemia ha expuesto a los adolescentes a múltiples discursos distópicos que han calado en su visión de la vida y han puesto en cuestión sus proyectos de futuro. La desesperanza y la angustia ante la falta de expectativas, puede conectar con una angustia arcaica, ligada a la sensación de no tener un lugar en el Otro, similar a la que el niño experimenta cuando su madre desaparece como referencia de seguridad y queda ante un vacío que no le permite inscribir su ausencia.
Algunos jóvenes -al encontrarse con un exceso de goce, producto del envite pulsional de la adolescencia, que no puede ser tramitado en el intercambio con los otros, ni dentro ni fuera de la familia- han vivido en estos meses un verdadero «miedo al derrumbe»[3]
El uso de las tecnologías les ha servido a muchos, si no la mayoría de ellos, como espacio tercero, espacio de metaforización facilitado por el encuentro con algunos otros distintos de los padres, esos otros con los que poder jugar, conectarse a través de redes sociales, realizar actividades musicales o deportivas, tener relaciones amorosas o de amistad, etc. Toda una diversidad de lugares de intercambio que han ayudado en esa tarea de diferenciarse de la generación anterior a través narrativas propias, incluyendo la creación de palabras nuevas como manera de constatar que no todo está dicho por las generaciones anteriores.
Pero no siempre las redes cubren esta función. Pensamos en un chico de 16 años quien, tras unos meses de tratamiento, nos dijo algo que catalogaba como muy importante para él, algo que nunca había confesado a nadie: que era adicto al móvil. Realmente es poco frecuente que un adolescente reconozca su adicción al móvil. ¿Cómo describía esta adicción?
No relacionaba su adicción con el excesivo tiempo que pasaba usándolo, sino con la función que había adquirido en su vida. Este chico decía que el móvil «le robaba el alma» porque le hacía olvidar el enfado que tenía con algunos miembros de su familia, y él no quería olvidar esto.
Esta lectura de su adicción fue un paso muy importante para él. Cuando llegó al tratamiento estaba en una situación psíquica de extrema debilidad y tan deprimido que casi ni se le entendía cuando hablaba. Se confesaba aislado y sin interés por nada. Estaba todo el día tumbado en la cama, faltaba con frecuencia a clase… Lo único que le interesaba era la calistenia (Kalos- belleza y Sthenos- Fortaleza), un tipo de gimnasia que practicaba solo, guiado por videos.
Conectar con el enfado y la tristeza que le producía la sensación de desatención y violencia que vivía en su familia, sentirse escuchado y legítimamente reconocido en su deseo de separarse de dichas relaciones y abrirse a otras, produjo un efecto de activación de sus intereses. Empezó a atisbar un futuro proyecto profesional como anclaje para su independencia, lo que le hizo retomar sus estudios. Comprobó que sus relaciones no estaban tanto perdidas como desatendidas, si bien, al entrar de nuevo en contacto con sus iguales, aparecieron sus temores relacionados con el amor y la sexualidad.
Este nuevo camino, no exento de dificultades, pudo abrirse a partir de este paso de renuncia al uso del móvil, signo de un acto de renuncia a una práctica pulsional que lo mantenía alejado del intercambio con los otros (amigos, profesores y familia).
En este y otros casos hemos observado como la pandemia y las circunstancias relacionadas con ella agravaron la situación de chicos y chicas que mantenían una relación social de pertenencia precaria y que al no poder servirse, ni positiva ni negativamente, de su familia en esos momentos de aislamiento, temieron un derrumbe. Muchos de ellos han necesitado acudir a un lugar donde ser escuchados.
Al acoger a estos chicos, orientamos nuestro trabajo a una escucha que les permita desplegar un decir propio, de modo que algo de su saber inconsciente se deje oír, siguiendo el rastro de las palabras que sirven de soporte a su deseo. Frente a lo real no hay una saber universal e infalible, solo puede haber respuestas subjetivas. Pero, ¿es posible que esta incertidumbre pueda cesar de vivirse como un vacío que deja al sujeto perdido en la angustia y pueda abrirse un tiempo para integrar algo de lo traumático vivido? Creemos que esta es la apuesta que sostiene el tratamiento analítico, una apuesta por la singularidad.
Para concluir, en la tarea con la que cada adolescente se ve confrontado, la de descompletar a ese gran Otro que representan los padres de la infancia, con sus correspondientes vivencias de desamparo y angustia, son muy importantes las relaciones con amigos y referentes externos. Quizás por ello, aunque aún sea prematuro reconocer todos sus efectos, el aislamiento o las limitaciones en las relaciones impuestas durante esta pandemia han incidido en muchos adolescentes dificultando este proceso Los amigos, la pertenencia a un grupo en el que poder ser reconocido, ofrecen anclajes suplementarios para aceptar la imperfección del otro y las limitaciones propias. Al faltar estos elementos exogámicos en los que poder desplazar la idealización cuestionada, muchos chicos y chicas han sufrido por el incremento de la angustia ante esta incertidumbre.
Sevilla 15-mayo-2021
コメント